Vale gritar aquello otro de “!ahí va la perdiz!”, o “!para ti, para ti…¡”, incluso admito que alguna que otra frase como “¡por encima, el del perro blanco, la perdiz, por encimaaaaa…!” ayuda y mucho para que mires hacia arriba, busques el punto o tal vez ya la pelota de la perdiz que entra o cruza como un rayo, e intentas hacerte con ella con un disparo decidido, apostando a grandes, buscando un medio tiro al hueco y un buen swing y que Dios reparta suerte, que de sopetón y a esa velocidad la mayoría nos dejan atontados después de descargar sin fortuna alguna sobre la rauda del pico rojo y fuerza descomunal en su vuelo.
Los que llevamos en esto unos añitos conocimos otros tiempos en los que incluso en los terrenos libres se daban a veces estos momentos, había perdices y había mucho cazador en el campo, y a pocos les pasaba por la cabeza aquello de que una vez pasada su oportunidad, no pudiese probar fortuna otro cazador, allí abajo en la ladera, o embutido en mitad del olivar, con el pájaro bajando a reacción y pasándole, con un poco de suerte, a tiro. Y le avisaba. Me parece que incluso había poca avaricia entonces en el campo, hombre, para que se la lleve otro prefiero llevármela yo, pero si ya lo he intentado, que pruebe él…
Y si me remonto tan solo (¡tan solo!) veintitantas temporadas recuerdo nítidamente cómo había ocasiones en las que en un olivar o en una cañada amplia, se escuchaban seguidas varias perdices avisadas, escuchar ¡pájaro! por aquí, y a la par ¡pájaro, pájaro! más arriba, y mientras se escuchaba algún disparo otro ¡pájaroooo! era tremendo, descolgarse varias y pasar por encima, escalonadamente, de varias escopetas en su recorrido provocaba escenas inolvidables.
Decir pájaro en el campo no es lo mismo que entreabrir la boca y soltar un cucú, algo que muchos han aprendido a fuerza de ver vídeos de ojeos o porque en alguna ocasión ha asistido a alguno; en el ojeo se estila decir cucúen algunas zonas, pero me reafirmo que allí donde el cazador sigue apostando por los valores camperos y castizos (en muchas fincas sureñas que todavía tienen perdiz-perdiz por ejemplo), el pájaro que se avisa al vecino de puesto se vocaliza con un templado pájaro, que cucar, o cuquear en los ojeos era otra cosa, entre otras, cortarle los pájaros al vecino que parecía no darle a ninguno ni aún tirando con un trabuco. Vale pues cucú, pero no es lo mismo, pájaro es otra cosa.
Cuando no era el pájaro a reacción el que te cruzaba, sino el bando entero, entonces amigo mío, la cuestión era a veces como de temer el momento de sacudir los dos o los tres disparos (antes hasta los cinco alguno que otro) pues el cazador habitualmente poco acostumbrado a tirar a pájaros ojeados cuando lo que hace habitualmente es tirarlos de rabo, sesgados, incluso alguno en vertical, se pone nervioso y no atina, es como cuando te viene uno de pico, no sabes si aguantar más o tirar ya, y acabas tirando en el peor momento posible.
A mi estos pájaros revolados y más cuando me los avisan, me encantan; disfruto mucho más viéndolo llegar que sinceramente, si acabo con él en el suelo, algo que a veces logro: esa fuerza, cómo se la juega y sobre todo cómo repunta o finta cuando te mueves a conciencia para que te vea y pegue el giro o frene -momento oportunísimo para tirarle con garantías-, un pájaro revolado, y bien avisado, vale su peso en oro, y si no le acertamos casi mejor, buen motivo para repetir nosotros aquello de “¡pájaro….!” por si finalmente le pasa a tiro a aquel cazador que vemos a lo lejos.
Avisar estar perdices es un acto de oficio venatorio, no me cabe la menor duda; cuando en el campo estamos todos por igual y cada cual va intentando arrimar caza a su percha no veo nada ilícito ni siquiera reprochable para no avisar de esa perdiz que nos sale larga o nos cruza sin opciones de tiro, y se encamina derechita a otro cazador, después de todo esto no es un deporte, aquí quien compita cada domingo es que no se entera, si esto es una hermandad, bien vale esa voz alertando al de al lado, digo yo.
Ante la voz, cada uno reacciona como cree mejor; los hay que se pegan al suelo como una lapa y así incluso disparan. Otros recurren a las cuclillas para aguantar así, encorvadetes, y rezar para que la perdiz no los vea en esa postura un tanto molesta y que luego dificulta el propio disparo. A mi a veces me da por esperarla quieto, derecho, como retando, aquí estoy, si te apetece entra y si me ves y te escoras, tan amigos…
Mi amigo Manolo Sánchez se las pinta solo para avisarnos las perdices o para guiarnos por dónde entrarles si es que se van escorando de la mano y nosotros, meros aprendices a su vera, ni nos damos cuenta; él emplea una voz para todo, ahora con la intención y el tono ya te dice si es que te viene encima o la llevas a peón cien metros por delante, Manolo grita un “¡Uh!” y ya te puedes preparar. Si la voz incluye varias vocales repetidas es que van muchas delante (“¡uuuuuh!”), y si es que están entrando revoladas y largas pero a nuestra plaza, entonces hay varios avisos seguidos mientras él se agacha y se pone ya a corretear, ahí dos o tres uh lo dicen todo, que te vayas preparando y calando bien la gorra…
Eso sí, como se te estén escurriendo por delante y no te cosques de ello no se corta, y al tercer uh de turno ya te pega el repaso “¡pero corre, hostias, corre, que se te están saliendo a la derecha, al río…!”. Y cualquiera es el guapo que no se pega la carrera.
Avisar la caza es todo un ejemplo de cortesía y fraternidad venatoria, un acto de coalición con un compañero a menudo desconocido, y todo un detalle, tanto es así que si el cazador avisado le corta el vuelo a la perdiz, uno siente como si en el fondo la hubiésemos abatido nosotros, al menos, al alimón.
No dejan de ser costumbres antiguas -me resisto a decir que viejas, aunque van camino de serlo pues en el campo quedamos ya cuatro despistados perdiceros cuarentones, tres cincuentones, dos sesentones, y poco más- y que te enervan la sangre, te meten de golpe en situación y te ponen la prueba por delante con los mismos efectos que el panal al oso: ya saboreas el lance, la ves llegar, la sigues con la punta de los cañones, encaras, disparas a buena distancia y por delante, y como la veas arrugarse en el aire, ¡Dios!, que sensación, esa bien ha merecido todas las horas pateando barbechos polvorientos y cerros desamparados, una buena perdiz revolada a veces vale lo que media docena pisadas a las dos de la tarde…
Qué quieren que les diga, con el campo cada vez menos frecuentado de cazadores y de caza, a uno a veces la nostalgia le puede y hay momentos en que me paro en el pico de un olivar y me digo “mira que buen sitio para escuchar pájaro…”. Y no me aburro ni me desespero, mucho menos desisto, de vez en cuando uno pone en práctica esa voz y otras veces, pocas, mis oídos la escuchan de otros, y entonces, sacude mi cuerpo ese fustazo de arriba hacia abajo mientras veo entrar la patirroja rasa sobre los olivos.
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