Viernes por la tarde, suena el teléfono móvil, descuelgo y escucho la voz de mi tío proponiéndome algo que me apetece demasiado: ir a cazar a un pueblecillo de Teruel. Le digo que sí y, sin pensármelo dos veces, quedamos a las 7:30 de la mañana del día siguiente.
Suena el despertador, no hace falta que me despierte porque casi no he pegado ojo en toda la noche, salgo a la cocina, me preparo un vaso de leche, cojo la escopeta y la mochila y salgo de casa. Mi tío ya está esperándome en el lugar acordado.
Llegamos a por las perras. Las mías, Nica y Dina, parecen que me estén esperando impacientes; suben al remolque y vamos a por las de mi tío. Las cogemos e iniciamos el viaje.
Dos horas más tarde, y después de un ameno viaje, llegamos al lugar. Aún queda bastante nieve en ciertos puntos debido al temporal que acabamos de pasar, pero el día es precioso, ha salido el sol y hace una temperatura muy agradable.
Mi tío me dice que no espere que vayamos a ver mucha caza, que la cosa no está muy bien, pero nada más bajar un pie del coche se me arranca un conejo, un poco más y lo pisamos, la cosa pinta bien. Nos preparamos y bajamos los perros, que ya estaban impacientes, y así nos lo hacían saber con sus quejidos.
Comenzamos dando una manita por unas aliagas, las dos podencas de mi tío no paran de buscar y pienso que si hay algo lo harán salir. Las mías, un cruce de braco con pointer y una bretona con algo de podenco, también buscan.
Ahí no encontramos nada y decidimos mirar toda una ladera que desemboca en un barranco donde da el sol —si yo fuera animal me pondría ahí—. Pues nada, dicho y hecho.
Llevábamos andando un buen rato cuando, en un despiste mío, veo a Nica que, a unos 100 metros, ha cogido sin duda el peón de alguna perdiz. La llamo para que me espere pero sus ansias son mayores que mi voz y, al final, ocurre lo que pensaba, vuela el bando muy lejos de mí y acaba disgregándose.
Buena la hemos hecho, le digo a mi tío, ya que el terreno es abrupto y darles caza va a ser complicado, pero bueno, esto es la caza verdadera. Decidimos la mejor manera de entrarles y allá vamos.
Al poco de andar escucho el estruendo de un disparo a mi izquierda; es sin duda mi tío el que ha disparado, me acerco para ver hacia qué lo ha hecho y, al verme, levanta con su mano derecha un conejete. Lo sacaron las perras. Esto se anima.
Yo a lo mío, a por las patirrojas. Las perras cogen el peón hacia una pinada bastante cerrada, malo, está llena de nieve, y entre los pinos va a ser difícil disparar. Después de media hora de dura subida vuelan un par fuera de tiro. Estas son perdices de verdad, después de tanto esfuerzo…
Es entonces cuando me doy cuenta que he perdido de vista a mi tío. Me voy a buscarlo y escucho en la loma de enfrente dos tiros, supongo que será él y me dirijo hacia la dirección donde escuché los disparos. Al llegar veo que sonríe y que asoman por su chaleco dos grandes patas. Ha conseguido abatir una liebre, le salió sin previo aviso, y es que de donde menos lo esperas salta la liebre…
Me comenta que ha visto la dirección de una de las perdices que he volado y nos dirigimos hacia allí. Otra vez vuelta a subir y vuelta a bajar, me encanta. Me encanta patear el monte, jugar contra los animales ante su astucia y su instinto de supervivencia, es entonces, en estos momentos, cuando me doy cuenta lo «torpes» que somos los humanos, de todo lo que necesitamos para vivir.
De pronto, una voz de mi tío me indica que Dina nota algo y, efectivamente, diez metros más adelante vuela la perdiz. Pienso que ahora sí, pero una sabina me la tapa y no le puedo tirar. ¡Qué mala suerte, después de todo el día detrás de ella!… pero bueno, es parte del juego. Esta vez han ganado ellas.
Decidimos regresar hacia el coche, aún nos queda un ratillo de andar y los kilómetros andados van pesando en nuestras piernas. Al girar un loma otro bando de seis perdices sorprenden a mi tío sin acierto, las veo volar y me quedo maravillado mientras planean por la sierra, no me cansaré nunca de ver el vuelo de una perdiz ni de escuchar su canto.
Alrededor de las 15:00 horas llegamos al coche, decidimos comer algo e iniciar de nuevo el viaje de vuelta a casa. Ha sido un excelente día de caza, sí, excelente, y eso que no he conseguido capturar nada, pero para mí salir a cazar no es tener que matar, es salir al monte, salir a sentirte uno más de la naturaleza, respirar su aire puro, empaparte con su aroma, conseguir por unas horas olvidarte de la vida moderna, de su estrés, del trabajo, conseguir volver a ser como nuestros antepasados, intentando ser más listos que los animales, que la naturaleza, y es por eso que entre todos tenemos que luchar por nuestros principios, por todo lo que deseamos y por lo que muchos jamás nos entenderán…
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