De cazador a ecologista
Soy un falso, un ‘bienqueda’, un sádico enmascarado, un mal tipo, un insensible, un mentecato, un maestro del eufemismo, alguien a quien no puedes dar la espalda…
Puede que seas de los que dicen que te encantan el campo y los animales, que amas a la madre tierra y a todos los seres que la habitan sin excepción. Te gusta visitarlo, a ser posible con tu perro adoptado, y pasar un fin de semana con tu familia o amigos en una casa rural es tu plan perfecto. Disfrutas viendo el majestuoso vuelo del buitre o el leve aleteo del carbonero, y sueñas con juntar el dinero suficiente para comprarte ese flamante telescopio austriaco que te permitirá verle hasta el alma. En casa reciclas todo, vas a trabajar en transporte público y cada vez que puedes colaboras con una oenegé. Sí, decididamente estás comprometido. Eso es amar la naturaleza y lo demás son cuentos.
Por eso no entiendes que yo diga una estupidez tan grande. Yo no puedo amar a los animales si luego los mato. No, amar la naturaleza no es eso. Mi escopeta es tétrica, artificial, chirría en medio del campo… jamás encajaría en un óleo de Monet. A pesar de ello proclamo mi amor por la misma amante que amas tú. Y eso es imposible. Soy un falso, un ‘bienqueda’, un sádico enmascarado, un mal tipo, un insensible, un mentecato, un maestro del eufemismo, alguien a quien no puedes dar la espalda… Pero déjame que te diga una cosa, me gustaría que, sólo por una vez, te asomases a la naturaleza que yo conozco. Y te fundieses con ella.
Rompe esa vitrina con la que te has autolimitado, sal de esa maldita ruta de senderismo y pisa la hierba mullida, siéntete dueño de tu camino y dirige tus pasos a cualquier lado sin importarte el destino ni el resultado. Ése es el sendero que seguimos por unas horas los que dejamos de soñar con ser libres para empezar serlo. Siente el viento en tu cara, mánchate de barro al saltar el charco, cálate hasta los huesos y tirita, de frío o de nervios, cuando te sientas solo en mitad de la nada y comprendas que tu vida depende exclusivamente de ti, que allí no hay óleos de Monet, ni policía, ni cobertura, y que maldita la falta que te hacen. Siéntete libre. Pínchate con la zarza al intentar romper el monte. Y sangra. Acaricia a tu perro y busca su fugitiva mirada mientras esperas a que, lentamente, se desperece el día. Desafía a esa gigante todopoderosa que es la naturaleza y asume sus reglas. Vívela.
Mira cómo aguarda la zorra, siniestra e inmóvil, a que salga el ratón y cómo rasga el peregrino ese bando de torcaces que vuela hacia los Pirineos persiguiendo la vida. Encuentra la cama del lobo, aún caliente, y pon cara de asco al descubrir su pestazo. Míralo a los ojos, si eres capaz de acercarte a él, y dime si es verdad eso de que al hacerlo tu sangre se congela durante cinco segundos. Observa cómo busca la yugular cuando intenta matar a ese jabalí y siente la huida de ese gamo que es capaz de saltar por encima de ti mientras escapa de su perseguidor, pasando tu corazón de revoluciones.
Observa ese escenario, y créetelo, porque es lo más real que vas a ver en tu puta vida. Ahí están escritas todas las leyes de la existencia. Llevan estándolo millones de años, aunque tú ya no lo recuerdes. Una de ellas, la más lapidaria, la más presente, es la de la vida y la muerte, la de comer o ser comido, la de cazar o que te cacen. Si tienes sangre en las venas, tu corazón se acelerará al ser testigo directo de tan maravilloso espectáculo. Y tal vez comprendas que la única diferencia que hay entre tú y yo es que yo no me conformo con ser un mero espectador de esa gloriosa maravilla que es la naturaleza. Que yo quiero volver a ser lo que siempre fui y que disfruto viviendo la vida de la manera más desnuda posible, olvidando todo lo aprendido, participando en ese juego de vencedores y vencidos.
Tal vez así entiendas por qué soy capaz de casi cualquier cosa tal de reingresar en la naturaleza como un animal más. Como el animal que tú también fuiste antes de artificializarlo todo con tus teorías humanistas, antes de distorsionar la realidad para no sentir el tacto pegajoso de la sangre o el estertor de esa muerte que un día —ojalá dentro de mucho tiempo— te llegará. Ese día, después de ver la vida a través de mis ojos, tal vez pienses que a lo mejor no es falso del todo eso de que yo amo la naturaleza. Mi amor tal vez no sea tan idílico, ni tan casto, ni tan puritano como a ti te hubiese gustado. Pero es un amor real, lejos de ser perfecto, como el que un hijo siente por su madre. Un amor que por mucho que lo intentes, nunca me podrás arrebatar.
Editorial publicado en el número 122 de la revista Jara y Sedal
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